Viviendas inaccesibles, atascos y empobrecimiento han sobresalido como la terna principal de grandes problemas denunciados por las famosas protestas en Canarias del pasado 20 de abril contra «el modelo turístico». Una buena parte del sector conoce bien que esos tres males se han disparado en la última década, a raíz del auge descontrolado de Airbnb, aunque sorprendentemente, ni manifestantes, ni tampoco los periodistas que se han sumado a estas reivindicaciones, han encabezado sus quejas señalando al alquiler vacacional (Canarias: protestas multitudinarias contra el turismo de masas).
El rechazo a los pisos turísticos ha sido mencionado, aunque muy de puntillas tanto en pancartas aisladas como muy en el interior de los artículos de prensa. Por lo tanto, ha llamado la atención este miedo a apuntar directamente al mayor causante de los importantes problemas que en los tiempos recientes viene afligiendo el turismo a los residentes (Canarias: el desmadre del alquiler vacacional, en cifras).
Los grandes responsables de impulsar este «modelo turístico» –tan usado como eufemismo para evitar que se destaque al alquiler vacacional– han sido las autoridades que vieron con el auge de Airbnb una «democratización» de la industria líder que quitaba el monopolio a los siempre repudiados hoteleros.
Este rechazo político al empresario tradicional de alojamiento reglado se antepuso a calibrar el desorden que supondría hacer la vista gorda con meter sin control a turistas en zonas que los planes urbanísticos delimitan como residenciales, industriales o rústicas, contraviniendo la organización gradual que durante décadas permitió absorber la masa creciente de visitantes de un modo proporcional al establecimiento de infraestructuras y recursos.
Primar el daño al hotelero frente a los evidentes daños que atraería el fomento de los pisos turísticos tuvo como consecuencia que la oferta de viviendas del mercado residencial sufriera un notable trasvase al turístico, con su implícita subida de precios. Del mismo modo, el encogimiento del viajero que compraba sus vacaciones mediante un turoperador trajo consigo menos proporción de autobuses y más en transporte individualizado, en coche del alquiler, con el fruto del colapso en las carreteras. Y la menor contribución fiscal del alquiler vacacional, así como su menor generación de empleo frente al establecimiento clásico, ha influido en la pérdida de renta de los locales.
Así, el sospechoso recelo a poner en la mira al gran causante del malestar social parece que tiene una de sus razones en el miedo a que, con tal de no alinearse con el siempre malvado hotelero, vuelva a repetirse no apuntar clara y directamente al principal culpable de que el turismo genere más molestias hoy que hasta hace una década. Y con ello, las soluciones paulatinas se hacen más difíciles.